En la oscuridad de la playa caminaba sin rumbo,
respirando, en un intento de conectarse con su interior para calmar tantas
ideas que pasaban rápido, en sentidos contrarios, como en un enfrentamiento
entre pandillas. Una balacera de ideas de cualquier calibre, sin mucho objetivo
más que aumentar el ruido desesperante con el que aún no había podido aprender
a lidiar.
Pocas estrellas se veían, pero no se percataba de
ello. La obscuridad no la detenía porque su paseo era tan inconsciente que solo
podía percibir su despelote interior. No había Luna, pero si había brisa
golpeándole la piel, obligándola a abrazarse para cubrirse un poco del frío que
sentía, aunque eran movimientos involuntarios, como cuando el corazón palpita.
Llevaba tantos años huyéndose a si misma que cuando
menos pensó, colapsó tanto que ahora tenía el cuerpo deteriorado, la pobre iba
por la vida como un robot, o mejor como un zombi, automatizando acciones,
ignorando emociones, viviendo sin vida por dentro.
Ya le habían dicho los pocos amigos que le quedaban
que debería dedicarse un rato a cuidarse a sí misma en vez de estar trabajando
sin descanso en esa aburridora fábrica de estampillas, un lugar que le quitaba
tiempo y energía y a cambio le daba sustento y enormes períodos de hacer lo
mismo sin descanso. Es que de tanto hacer todo sin pensar, se le fue olvidando
pensar, en cualquier cosa, incluso en las cosas en que se debe pensar.
Se veía dejada, ojerosa, delgada, como se ven esas
personas a quienes la vida las han golpeado tanto que están en el límite del
desgaste, como un enfermo terminal que no está enfermo, pero ella sí que
parecía terminal.
Para ella no era tan extraña su apariencia porque en
la fábrica muchos tenían aspecto similar, pero fuera de ese entorno la miraban con
lástima, especialmente quienes le tenían aprecio, y es que su vida en escala de
grises se había apoderado de su interior y se reflejaba en su aspecto de una
manera deprimente a la vista.
Ensimismada, daba tumbos entre las rocas y la arena,
lo suficiente para fruncir aún más el ceño, pero no para prestar atención a sus
pasos, y así continuó hasta encontrarse caminando en un espolón que había
quedado descubierto por la marea baja, atraída sin darse cuenta por la luz de
un pequeño faro que levemente señalizaba la cercanía de la costa a las
embarcaciones que transitaban por la zona.
La brisa se hacía más fuerte, aunque sólo su piel lo
percibía. No sabía ella nada de mareas, mares ni corrientes, lo único que
conocía eran estampillas y el ruido de su mente que casi nunca se callaba,
recriminándole por gastar su tiempo así, lleno de monotonía, de vacío, de nada.
De tanto andar hipnotizada no se dio cuenta que la
marea había empezado a subir, que el espolón había dejado de ser camino de
regreso y que ahora estaba atrapada, más que en su mente, en unas cuantas rocas
que sobresalían del mar y se escondían cada vez que las olas reventaban contra
ellas, mojándola con su paso violento.
Si hubiera querido, no podría haberse fabricado un
final más perfecto. Poesía pura era el desenlace de una vida invisible, perdida
en la oscuridad, destrozada por la fuerza del mar contra las rocas, tan destructivo
como su caos mental. Nadie la vería jamás, nunca más sus voces le volverían a
recriminar.