9.3.23

La Medellín que amé ya no existe

"El lugar donde nací y con mis amigos crecí..."

Quiero a Medellin Primer Video Promocional - YouTube 

Creo que todos cantábamos esa canción y nos sentíamos orgullosos de pertenecer a esa ciudad pequeña, aunque grande, cuyo logo era un corazón con tallo y hojas que nos hacía sonreír mientras nos palpitaba el corazón al conectarnos con esa imagen.

Hubo una época en la que fui muy feliz, aunque no me daba cuenta.

Vivía en un barrio, Belén Granada para ser exacta, en una de esas familias que todo el mundo conocía (para mi bien y mi mal) porque fue de las primeras en aparecer por ahí.

Montaba en triciclo por la acera, rojo con un alambre despegado en la parte trasera del parrillero que me enterraba cada vez que me tocaba ser la de malas que se arriesgaba a las habilidades y locuras que se le ocurrieran al que fuera manejando, casi siempre mis hermanos.

Aprendí a montar en bicicleta dando tumbos, intentando pedalear y por supuesto cayéndome en la mitad de la calle o contra las ventanas (o sus rejas) de las casas vecinas. La bicicleta era verde y blanca, pequeñita porque todavía no alcanzaba a subirme a la monareta café de mi hermana, a no ser que fuera de parrillera y el riesgo era peor que en el del triciclo.

https://www.freepik.es/vector-premium/ilustracion-edificio-coltejer-medellin_27752912.htm

Jugábamos con pelotas en plena calle, "picados", "canchita" y cualquier otro juego que involucrara una pelota o un balón, una cancha armada entre aceras, unas porterías marcadas con piedras que a menudo provocaban discusiones si el balón tocaba las piedras o no. Nada de VAR, nada de repeticiones. A duras penas teníamos árbitro, y eso si estábamos de buenas y algún adulto se regalaba. Si de pronto pasaba un carro, todos gritábamos y nos movíamos a las aceras mientras pasaba. Recuerdo a mi papá informándole a los dueños de uno que otro carro o moto (que eran más escasas aún) que, si parqueaban en ciertos puntos, los niños les podríamos dañar sus vehículos jugando. Era hermoso.

"Escondidijo", "policías y ladrones", las variaciones de "chucha", "cero contra puncero", el de la guerra cuyo nombre no recuerdo y un montón de juegos nos mantenían ocupados hasta altas horas de la noche en la cuadra, hasta que aparecía la mamá con un volumen de voz que rayaba con el grito para entrarnos a casa, seguido de una súplica por otro momentico o por "cinco minuticos más" para seguir llenando nuestra ropa y cuerpos de mugre.

Tampoco nos importaba cuidarnos o preservar la salud, y jugando "escondidijo" nos reventábamos las manos y brazos contra el muro en el que tocaba liberarse, o no importaban los raspones ni torceduras que nos ganábamos jugando fútbol, beisbol (si, hasta béisbol jugamos y pobres ventanas y puertas de los vecinos cuando le dábamos a la bola y conectábamos un home run o salía el bate volando por el aire mientras corríamos a la siguiente base), patinando en el asfalto, saltando a la cuerda y todo eso tan divertido que compuso nuestro día a día de una niñez sana, sin grandes dramas, sin violencia y en un clima perfecto.

Todos los días pasaba el carrito de "Conos La Campiña", yo corría a comprar uno de dos bolitas y dos galletas, hasta que el señor dejó de pasar con helado de chocolate que porque se derretía más rápido que los otros y me dejó de llamar la atención.

A veces escuchaba el pito del "Copito de nieve" y no había nada mejor, con adición de lecherita, que en ese tiempo no se llamaba así sino "señor, me le pone bastante lecherita por favor". Qué emoción ver el tronco de hielo desbaratarse mientras el señor lo hacía girar entre las cuchillas. Yo pedía los tres sabores, así no fueran muy claros y más anilina que sabor.

Doña Mercedes era la vecina del lado derecho, la pobre tenía una puerta metálica muy grande que parecía tener un imán para las pelotas, y los golpes retumbaban tan duro que en un abrir y cerrar de ojos aparecía la doña (tan grande como la puerta) a echarnos cantaleta.

- Me dijeron que te vieron bajar por la 30 en bicicleta con los otros como unos locos, cuidado mija que me la coge un carro - me decía mi papá, pero es que andar "a toda" en la bicicleta era lo mejor, y éramos tantos que en todas las bicicletas teníamos tacos para llevar a los que no tenían ese vehículo tan maravilloso, del cual me caí más veces de las que podrían contarse.

Una noche mis amigos aprovecharon para usar de rampa un montículo de gravilla que un vecino había dejado en la calle, y yo muy osada me atreví a hacerlo porque lo veía muy fácil y todos lo hacían muy bien, pero de entrada mi rueda de adelante se hundió en las piedras y yo salí volando por encima de la bici (que ya era una muy fina que me habían regalado de cumpleaños y que estaba tan "engallada" como se podía) y fui a parar al suelo llena de raspones en las manos y aporreada, pero no lloré aunque todos los niños corrieron a auxiliarme, porque yo era la única niña y no quería ser la llorona de "la barra". Eso sí, hasta ahí me llegaron las maromas (o intentos), porque qué dolor tan berraco sentí.

Los vecinos también nos delataban cuando jugábamos "rin rin corre corre" y de regaño en regaño fuimos aprendiendo en cuáles casas era mejor no tocar.

No había agresiones, violencia, robos ni nada por el estilo y por eso el día de los disfraces podíamos salir en barra a pedir dulces cantando la canción en la que sí le quebrábamos los vidrios y salíamos a mil si no nos daban dulces, no esas pendejadas que se inventaron después. Por supuesto, nunca hicimos daño alguno pues todos salían a la puerta a darnos confites y chocolatinas con mucho cariño.

Cuando empezaron a decir en las noticias que los adultos debían salir con nosotros porque había robos de niños y no sé qué más, mataron el espíritu de "Halloween" y ahora a los muchachitos los embuten en centros comerciales con bullas y dulces controlados.

No había nada mejor que llegar a la casa y desocupar la bolsa o calabaza contenedora de nuestros recién adquiridos tesoros, mirar qué nos habían dado los alegres vecinos y decidir por cuál de los dulces empezar.

- No se los vaya a comer todos ya, que después le da dolor de estómago y caries -advertían mis adultos responsables. Qué horror, ni que el día de los disfraces pasara varias veces al año, ni que no tuviéramos cepillos de dientes, qué exagerados se ponían.

El día de las velitas era el mejor del año. Todas las casas sacaban tablas, sillas y grandes cantidades de velas para prenderlas en la calle. Soplaba el viento y todos nos reíamos al ver el montón de velas que se nos habían apagado. Prendíamos "chispitas mariposas, las luces apropiadas para niños" y no nos importaban los quemones en las manos, los pelos quemados en los brazos con su olor delator a marrano, ni las gotas de esperma en la ropa o los zapatos, y eso no era lo mejor, lo mejor era que no era un solo día de velitas, ¡eran dos! Qué genialidad.

Prender velas, jugar con fuego, hacer bolas de esperma y "la candelada del diablo", aunque a mí esa no me llamaba mucho la atención porque preservar mis pestañas siempre me pareció importante. Ahora no sé en donde prenden velas los vecinos porque en las aceras se ven muy pocos, qué descache. Otro punto para la Medellín que amé.



Y es que en nuestras casas han cambiado los hogares por negocios (aunque vaya en contra del POT) y tantos se han ido a edificios y unidades cerradas (en las que se sienten más seguros) que los barrios (o al menos el mío y mi cuadra especialmente) es irreconocible.

Ese mundo en el que el 24 de diciembre cerca a la media noche nos sacaban a todos de la casa y con las ventanas cerradas nos hacían esperar a que llegara el niño Dios con los regalos, para luego gritar que había llegado y dejarnos entrar en estampida hacia el árbol de navidad para destaparlos, ya casi no existe, porque al parecer, estar en la calle a altas horas de la noche es peligroso, porque afuera ya no es bueno estar, porque hay más vehículos que sonrisas, porque como dice Héctor Lavoe, "la calle es una selva de cemento y de fieras salvajes, ya no hay quien salga loco de contento, donde quiera te espera lo peor".

Mi cuadra se llenó de negocios, carros y motos parqueados en ambos lados de la calle, gente desconocida, pitos y caos, tanto que parece increíble todo lo que viví por tantos años llena de felicidad, aunque no lo supiera. 

Esa ciudad que se infló de orgullo por tener el primer metro de Colombia, por ser la ciudad del primer equipo de fútbol en ganar la Libertadores, la de la industria textil simbolizada por ese enorme rascacielos en forma de aguja, la que se llenaba de marranadas, fiestas y velitas en las calles se murió ahogada en concreto y asfalto, en gente sin ganas de vivir porque a qué horas pueden si no pueden dejar de trabajar.

En Medellín se cambió la calidad de vida por la cantidad de vida y ahora no hay quien viva contento, libre, seguro, orgulloso ni con berraquera, aunque sí berracos, porque en las caras de la gente los ceños van fruncidos, las groserías e insultos pululan, la intolerancia gobierna junto a un montón de pendejos que nunca han buscado su bienestar sino el propio y entre todos nos vamos matando, defendiendo ideologías sin trasfondo, sin sentido, ahogados por el smog, desesperados por el calor y el ruido y asfixiados por las noticias de unos medios de comunicación que no hacen más que contaminarnos y atragantarnos con violencia, con las noticias disfrazadas de imparcialidad y entretenimientos estúpidos que sirven para que el gentío que ahora alberga esta nueva Medellín se mantenga distraído y no piensen, solo traguen mientras es hora de dormir, porque si no dormimos nos matamos, porque durmiendo es la única forma de olvidar que vivimos en una Medellín caótica, invivible e insoportable, porque nadie puede pararse frente a mí y refutarme que la Medellín que yo amaba, en la que vivir era un privilegio delicioso, no existe.

1 comentario:

  1. Anónimo9/3/23 22:33

    La verdad, no quedan si no recuerdos y los momentos más felices... Tan inmensamente felices...
    Afortunados unos tantos, épocas memorables e irremplazables.

    ResponderEliminar

A ver, coméntame

¿Me quieres apoyar?