16 de noviembre de 1999
Vos la recordás como una noche de noviembre que primero fue cálida y luego fría, yo la recuerdo como una de las peores noches de mi vida, por no decir la peor.
Vos recordás el calor de las balas y el frío de la muerte arropándote, yo recuerdo cada minuto como si no hubieran pasado todos estos años.
Recuerdo llamar a casa para que nos fueran a recoger a la tía y a mí en la escuela de inglés, pero en vez de eso escuché “le dispararon”, no entendí ni a quien. Confundida, le entregué el teléfono a la tía, ella sí entendió. “Le dispararon a Andrés”. Por un instante sentí que un calambre recorrió todo mi cuerpo, se detuvo mi corazón y mi mente se quedó en negro.
Recuerdo la lluvia que me golpeaba en la calle, mientras intentaba conseguir el transporte para regresar a casa, misión que se hacía imposible. De noche y con una lluvia tan fuerte, no hay forma en esta ciudad. La frustración te inunda, como la lluvia a los zapatos. No hay buses, no hay taxis y caminar hubiera sido una locura en esas circunstancias, agravadas por esa urgencia que sólo le daba más energía a la frustración.
Es horrible no poder remediar una situación, atrapadas, emparamadas, asustadas y desesperadas, mientras en otro lugar se desenvolvía una tragedia. Vos debías haber ido con nosotras a clase, no recuerdo por qué no fuiste, aunque conociéndote, probablemente no fuiste porque tenías mejores cosas qué hacer. Tal vez no te hubieran disparado, o tal vez los sicarios hubieran aplazado su misión. Esta última opción es la que probablemente hubieran hecho, no creo que ese tipo de atentados puedan desecharse tras un intento fallido.
Recuerdo el llanto ahogado, el miedo o mejor dicho, el pánico disfrazado de susto, mientras íbamos en el carro de una mujer desconocida pero amable que se ofreció a llevarnos a casa. Sentía mucho miedo entrelazado con negación, “no puede ser que le hayan disparado a mi hermano, no, seguro se equivocaron”, eso pensé.
Recuerdo el abrazo más fuerte con mi hermana que con cualquiera, su bata de Picasso, llena de pinturas de colores por todas partes. La gente corriendo por toda la casa, los gritos, los insultos, las miradas rabiosas cargadas de frustración. Era cierto, te habían disparado. Ya no estabas, te habían llevado a una clínica cercana, pero el desespero recorría cada habitación de la casa y los que estábamos allí en medio del shock parecíamos caballos desbocados.
Recuerdo ver la sangre por toda la casa, recuerdo sentir como si en mi cabeza sólo habitara oscuridad y mis pensamientos fueran hilos delgaditos que se rompían uno tras otro, sin concluir nada, sin llegar a nada.
Recuerdo que lo único que quería era verte, abrazarte, darte la mano y, con mis poquitos años y mi ignorancia de la situación, decirte que ahí estaba como siempre y que de esa saldríamos, como habíamos salido de tantas, mientras del otro lado de los fríos muros de la clínica la muerte te robaba la vida.
En medio de la locura, me subí a un carro y llegué. No sabía nada, sólo veía gente afuera de Urgencias en la clínica. Familia, amigos, conocidos, toda esa cantidad de personas que sólo alguien como vos puede reunir rápidamente, sin quererlo, en una noche del invernal y lluvioso noviembre. Algunos estaban sentados en las aceras, otros en la calle, otros caminaban y otros estaban sentados en carros. Personas llegaban, personas se iban y volvían, pero ninguno se despedía, nadie era capaz de alejarse. Algunos tomaban tinto, otros fumaban, otros se comían las uñas, y nadie sabía nada. Todos lloraban, se abrazaban, se intentaban dar consuelo, algunos rezaban, otros planeaban venganzas.
Recuerdo las expresiones de furia en las caras de tus amigos, parecía como si una escena peor se fuera a desencadenar cuando encontraran al que te había mandado a matar o a los que te habían disparado. Ellos rápidamente supieron quién había dado la orden y sabían dónde vivía. “Estos locos se van a ir a matar a alguien”, pensé.
Yo, una niña que nunca había sido normal, ni común, ni corriente, no tenía idea qué hacer. Todo eso me parecía increíble. Te admiraba demasiado, y aunque a veces habías hecho cosas un poco dañinas, no me imaginaba que algo así pudiera estar pasando, después de todo, vivíamos en un buen barrio, éramos una familia de bien, y nos rodeábamos de buenas personas, al menos eso creía.
Sentada en el borde de la acera, sólo miraba a todos los grupos de presentes en los momentos en que las lágrimas despejaban mis ojos. Sentía las miradas, sentía el dolor en el aire, sentía la angustia de mis papás, de mis tíos, de mi hermana y de todos los que estábamos ahí esperando alguna palabra o señal por parte de los doctores.
Esperar y esperar, no había nada más que hacer mientras los médicos intentaban arreglar ese lastimado cuerpo que luchaba por su vida. Te habían impactado dos balas en el torso, y al parecer habían hecho bastante daño. Fue una noche muy larga, los minutos parecían estirarse como gomas de mascar infinitamente elásticos. Una noche cargada de emociones y sentimientos muy fuertes, no todos muy buenos, por supuesto.
Fue una noche que cambió para siempre la vida de todos nosotros. Fue el principio de muchas noches de insomnio, días de dolor, de paranoia. Muchos llantos, desesperos, intentos de salir adelante, ensayos, errores y de esperanza de que algún día, todo volviera a estar bien. Todo podría llegar a estar bien, pero nunca nada volvería a ser igual.
Alrededor de las 7 de la noche suena el timbre, Hernán se levanta de uno de los muebles de la sala y sin preguntar quién es, abre la puerta. Él primero abría la puerta y después preguntaba, nunca entendí por qué, tal vez era demasiado confiado, tal vez no se imaginaba que algo malo, algo como esto, podría pasar. Para alguien que fue amenazado tantas veces por sus logros en la política del país, siempre me pareció increíble ese vicio de abrir la puerta para descubrir quién tocaba, si para eso se instalaba el ojito en el medio de la puerta.
“Buenas noches”, dijo.
“Buenas, señor, ¿está Andrés?, venimos a entregarle unos CD”, dijo un hombre.
“Si, aguarden”, respondió Hernán. Justo él, ese papá que daba su vida por vos, qué ironía.
“Polo, lo necesitan en la puerta”, gritó. Era una casa inmensa y tu habitación era la más alejada de la puerta. Gritar era necesario para comunicarse de un extremo a otro.
Hernán dejó la puerta entreabierta y volvió a sentarse en el mueble de la sala, seguramente estaban pasando las noticias en televisión. Afuera habían quedado dos muchachos que habían llegado en una moto.
Saliste, no recuerdo si hubo algún intercambio de palabras, o si inmediatamente empezaron a dispararte. Afortunadamente tus reflejos te hicieron entrar corriendo de nuevo a la casa, aunque ya era demasiado tarde. Lograste entrar y caíste al suelo. Te desplomaste y entre gritos se desató el caos.
Un muchachito adinerado estaba celoso porque eras el nuevo novio de su ex. La ex no era una mujer admirable, no era muy hermosa ni tenía un cuerpo espectacular. A mí no me parecía bonita, además no me sentía cómoda en su presencia, me parecía un poco rara, como esas personas que emanan una energía o algo que no te permite sentirte a gusto a su alrededor. Contrario a lo que solía pasar con tus novias, con esta no logré conectarme. En fin, ella no era una mujer por la que uno creería que alguien podría matar. Increíble, por una mujer con el tatuaje más horrible que podía tener en su pecho, un niño rico te mandó a matar.
Recuerdo haberme enterado de que era hijo de un juez de la ciudad y que por eso nunca lo iban a hacer pagar, ni a él ni a los sicarios. Recuerdo también que supe su nombre y el nombre del conjunto residencial donde vivía. Años después fue algo cerca a la tortura el tener que pasar todos los días frente a su casa, sentada en el bus que hacía la ruta para llegar a la empresa donde trabajaba. Me preguntaba si aún estaría ahí adentro o si estaría viviendo en un país como Estados Unidos, si sentía algo por haber dado la orden de asesinarte, si algún día alguien le haría pagar, qué le habría dicho su papá antes de escapar, qué clase de persona era para actuar de esa manera tan vil. Todos los días, de lunes a viernes, pensaba en la trágica noche y me llenaba la mente de preguntas que seguramente nunca tendrían respuesta, porque sabía que era una causa perdida, sabía que al desgraciado niño rico ni a los sicarios la justicia los iba a atrapar.
Hay momentos que se quedan grabados en la mente, la noche completa del 16 de noviembre de 1999 es sin duda uno de ellos. No la olvidamos nosotros, ni tampoco la olvida nuestra casa, porque en sus muros todavía se pueden ver los orificios hechos por los impactos de las balas que tenían como objetivo, matarte.