Pasan los días, pasa la gente, pasan las noches, pasa y pasa todo y ella no pasa… ella, ya no está… ella me dejó y yo no puedo olvidarla.
Se fue, lentamente la vi alejarse y no pude hacer nada para evitar su partida.
Ahora, condenada a su ausencia eterna escribo, con la pluma que me regaló, lo mucho que me duele abrir los ojos y despertar a la realidad que me dejó con su adiós.
No puedo olvidarla, no puedo parar de pensarla por mucho tiempo pues sus recuerdos nadan en el mar de mi inconsciente y llegan a mi puerto mental en los momentos menos esperados para recalcarme que la tuve, la viví y la perdí.
Yo no la olvido, yo no voy a encadenar su desaparición a su partida, como dice Calamaro “dicen que sólo muere lo que olvidas”.
La extraño, la pienso, la anhelo y aunque no la llore, no la dejo de querer a mi lado.
Me ahoga por dentro, me quiere cortar la respiración y me comprime el alma en tan poco espacio que sólo puedo sentir dolor.
Una opresión que no se diluye, que no se mengua, si acaso es lo contrario.
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