¿Qué es lo primero que se te viene a la mente cuando te despiertas?
Desilusión. Otra vez estoy despierta, qué pendejada.
No sé cuánto tiempo me demoro en sacudir esa idea, ese sinsabor. A veces lo logro, a veces no.
¿Cuántas despertadas faltarán?
Envidio a los que no lo hacen más, más que a los que no tienen ese problema, esos que se depiertan felices como mi novia, con una marejada de energía, de palabras, de ideas. A esos no los envidio mucho porque no sé qué llevan en su interior, no sé cómo ven la vida, no sé qué clase de extraños mecanismos tienen para ir por la vida sin anhelar no vivirla más.
Yo nada más envidio a esos que se van.
¿Que por qué no me he ido?
Eso es de berracos. Mi hermano fue un berraco. Yo no quiero hacerle eso a Matilda, principalmente. Natalia, Ziki, los caballos y mi familia pueden seguir adelante, pero abandonar a Matilda no me cabe en la cabeza. Por eso sé que nos vamos a ir juntas, como la tía de Nicolás y su perrita en aquel fatal accidente del 27 de diciembre de 2002.
Desilusión. Otro día más. Otro día para pretender estar bien. Otro día para tener que hacer cosas, cocinar, comer, lavar platos, jugar con mis perras, darles de comer, organizar la casa, ir aquí, ir allá, hacer esto, hacer lo otro.
¿Por qué no desaparece el mundo entero y me dejan en paz? Porque no puede hacerlo. En la ecuación soy yo la que tiene pereza de hacer todo, soy yo la que no encaja. Soy yo el problema.
¿Cuál es la solución?
La desilusión al levantarme debería ser indicativo.
Algo que me haga sentir afortunada de despertar. Mi psiquiatra me recetó dar las gracias al abrir los ojos, sintiendo la gratitud, no pronunciando frases de manera mecánica. Me cuesta. Vivir me cuesta.
Qué frase tan tesa.







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